Voy a escribir «disciplina» y, apenas tipeo «dis», el texto predictivo completa: «disculpa». El esófago quema. El teléfono reconoce.
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D me escribe, una madrugada en la que no puedo dormir y lloro y repito las tristezas como una letanía: «Me siento muy orgulloso de ti, de la persona que eres y de la fuerza imparable que llevas dentro». Lo copio en un post-it amarillo y lo pego en la computadora del trabajo. La fuerza imparable que llevo dentro. Leerlo cada día hasta que me lo crea.
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Leo sin leer, que es más como escanear la página con los ojos sin que las letras cobren sentido. Devoro páginas enteras sin apenas recordar qué dicen. Apilo libros que no digiero porque el estómago es un nudo que no se suelta.
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D dice que intento actuar como un robot que no se permite estar herida. Que deje de latigarme. No soy un robot. Estoy herida.
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Una vez me dijeron «Eres un roble» y respondí, desafiante y mostrando los colmillos, que no soy ningún roble, sino una persona que siente y duele.
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Empecé a escribir una historia sobre una mujer que, mientras limpia, empieza a fantasear con tomar shots del bote amarillo de lejía. Se me ocurrió mientras me dejaba las uñas entre las cerámicas del baño, un domingo por la mañana. El olor penetrante a cloro me despertaba la imaginación. Esa mujer no soy yo.
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Pienso que Sontag no fue feliz.
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Exploro el lenguaje buscando palabras para nombrar el bienestar.
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Quiero arrancarle la solemnidad.
Yo también pienso que Sontag no fue feliz.
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