Desgarre.
Se desgarra la madre al parir cuando la placenta se desprende del cuerpo que expulsa al niño en un mar de sangre viscosa y caliente. Se desgarra sino al ser abierta por el metal frío y las manos que exploran para extraer la vida que llega mientras otras, en algún lugar del mundo, se van.
La separación no siempre es dolorosa y el dolor no siempre es malo. La primera separación nos da origen, punto de partida, cartografía que empieza con la violencia a veces preciosa de un cuerpo que se rompe para dar salida a otro.
La primera separación es el nacimiento, me dice ella. Me pregunto, sabiendo de antemano la respuesta, que vivir es separarse una y otra vez una y otra vez una y otra vez.
Desgarrarse suena a dolor, a piel rota, a cicatriz. Me miro la pierna y el cuerpo reparado de tantas veces que no tuve miedo y el filo de madera me abrió a mí. Me miro el brazo y revivo la historia contada por otros del cristal cortando a través de la piel suave y virgen de un bebé sin precaución aún del mundo. Me miro la mano y aunque no hay cicatriz sé que un día quise atrapar la luz y la carne ardió. En la misma mano está la ansiedad de los dientes que me desgarraron por no dejarme ir y de la puerta que se hizo pedazos sin tacto en la ciudad a la que no vuelvo.