Me miré al espejo y encontré una mujer adulta. Mamá, ¿qué es esto? ¿De quién son estas manos? Y esta cara, ¿de quién es? ¿Es este cuerpo extraño, mío?
Encontré una mujer con cara de mujer, ojos de mujer y sonrisa de mujer. Con las pupilas oscuras y la mirada profunda de quien sonríe a media boca para disimular la mueca de lo que le duele. Mamá, ¿de quién es esta mueca?
Mamá, me miré al espejo y una mujer me devolvió la mirada. Una mujer adulta, de las que trabajan y se pagan todas sus cuentas ellas solas, de las que vuelven a una casa donde ya tú no estás, de las que se despiertan los domingos a hacerse su propio café porque ya tú no lo haces.
Mamá, la mujer que me encontré en el espejo ya no se sienta contigo a ver CNN en el sofá. Me asustaron esas facciones que dan cuenta del paso del tiempo, que son incapaces de disimular lo innegable: que ya no soy una niña.
Me dio miedo esta cara, mamá. Hace demasiados años que ya no vienes a mi cuarto a rezar y apagar la luz antes de dormir. Hace demasiados años que ya no regañas para que recojamos las muñecas con sus carros y sus casas y sus cincuenta vestidos. Hace demasiados años que no me pones las medias mientras sigo dormida y me cargas a la mesa de la cocina para desayunar.
Mamá, me miré al espejo y encontré una mujer desconocida.
Amada hija…. me miré al espejo y ví a una mujer mayor, tranquila y en paz por saber que trabajó intensamente por lo más grande que Dios le dio, sus hijas.
Me miré al espejo y me sentí algo sola pero aún fuerte para seguir luchando las batallas que se presenten.
Me miré al espejo y me dije a mi misma: tú puedes… tus hijas pueden.
Siempre serás mi roca y lo sabes. Te amo por siempre.
Mamá
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